Apaga la tele y enciende tu mente

martes, 25 de enero de 2011

El tío Isaac


Samuel tenía los ojos enrojecidos y la espalda dolorida. Llevaba horas inclinado frente a la pantalla de su ordenador, tratando de escribir la dedicatoria de su recientamente difunto tío Isaac. Le habían encargado esa tarea por la sencilla razón que era considerado el escritor de la familia. Sin embargo nadie había tenido en cuenta en ningún momento que él apenas había conocido a su abuelo en vida. De hecho, bien mirado él ni siquiera era escritor, tan sólo hacía dos años que se había licenciado en filología y malvivía de lo que ganaba de sus publicaciones en revistas de poca monta. Aunque bien mirado eso suponía una gran proeza para una familia de campesinos que llevaba generaciones cultivando coles a orillas del Guadiana.
Dio un último trago a su taza de café y se frotó los ojos. Mirase como lo mirase, no se le ocurría nada apropiado que decir en el funeral de su tío. Maldijo por enésima vez su falta de previsión y se fue al lavabo. El tren que debía llevarle a su pueblo natal salía de Sevilla a las 8 de la mañana del día siguiente, lo cual significaba que sólo disponía de unas horas para encontrar la iluminación divina que tanto necesitaba en esos momentos. Se lavó las manos y levantó la vista hacia su reflejo. Al otro lado del espejo, un joven con el pelo enmarañado y con grandes ojeras le devolvía una mirada somnolienta. Ciertamente había desmejorado mucho desde que vivía solo en Sevilla. Nunca se había preocupado demasiado por su aspecto, pero de eso a tener la apariencia de un búho desnutrido distaba un buen trecho. Apartó esa reflexión de su cabeza y trató de conjurar la imagen de su tío Isaac. Los pocos recuerdos que conservaba de él consistían en comidas familiares, fiestas de la región y la boda de su prima Isabel, cuando su tío Isaac acompañó a su hija al altar entre sollozos. Esa había sido la única vez en su vida que había visto a su tío mostrar alguna clase de emoción. Por lo que recordaba su tío siempre había sido una persona muy reservada, y en las veces que se habían visto jamás habían cruzado más que de un par de frases corteses. Francamente se encontraba en un buen apuro si su familia esperaba que compusiera una elegía memorable sobre un hombre tan anodino como su tío. Pero como a hijo pródigo de la familia sabía que se esperaba mucho de él ese día, así que se armó de paciencia y salió del lavabo dispuesto a  encarar de nuevo el monitor. Miró por la ventana del salón de su apartamento y contempló la fachada gris del edificio de enfrente. Sintió entonces la misma sensación que había sentido durante los primeros meses de haber llegado a la ciudad. Esa sensación de vacío, de levantarse por la mañana y contemplar los huertos que se extendían hasta el horizonte, el sol radiante bañando la tierra labrada por su familia durante generaciones…  Por mucho que él hubiese cambiado, llevaba esa tierra en la sangre, y ésta seguía siendo la misma de cuando era niño y su vida consistía en ir al colegio en bicicleta por las mañanas y ayudar a su padre y sus hermanos en el huerto por las tardes. Le inundaba el mismo sentimiento que debí haber vivido su tío al apoyarse sobre su azada y contemplar con la frente bañada en sudor la puesta de sol. La tierra que había trabajado con tanto ahinco durante toda su vida ahora acogería su cuerpo en su merecido descanso eterno.  
Sin pensarlo, volvió la cabeza hacia el ordenador y se puso a escribir.

martes, 18 de enero de 2011

Félix grau

En un ático en pleno corazón de gracia vivía un cuarentón llamado Félix Grau, de profesión periodista. Se trataba de un hombre de agudo intelecto y apariencia nerviosa, mirada astuta y lengua mordaz. Su escuálida figura, su media melena hirsuta y sus manos pajariles le conferían un aire huidizo e intranquilo; sin embargo, detrás de sus ojos claros se agazapaba una mente segura y brillante. Escribía con regularidad en un periódico importante y publicaba frecuentes colaboraciones en revistas y periódicos de ámbito local. Su manera de exponer los hechos de manera precisa y transparente, combinada con su esperpéntico enfoque de la realidad le había hecho ganarse el respeto de compañeros y editores.
Si bien su talento para las letras era más que notable, su fama de neurótico también le había ayudado a ganarse cierta popularidad dentro del gremio. Solía frecuentar los círculos literarios e intelectuales, a los que aportaba su particular visión de las cosas más corrientes de la vida, pequeñas sutilezas que pasaban inadvertidas por todos salvo por su afilada perspicacia. La vida de Grau residía en torno a esas tertulias barcelonesas, en las que se sentía como en casa. Café en mano y sin perder jamás su sonrisa de chacal, discutía, rebatía, y vociferaba como un loco hasta que lograba atraer la atención de todo el local. A causa de su desparpajo y su endémica rebeldía se había ganado gran número de detractores que lo tachaban, cuanto menos, de ridículo chiflado y mediocre escritor. Lejos de sentirse ofendido, todo ello a Félix Grau le estimulaba, y punzado por una ávida sed de picardía arremetía contra su oponente con su peculiar dialéctica.